MI HOMILÍA AYER DE APERTURA DEL AÑO JUBILAR DIOCESANO QUE CELEBRAMOS
Alabado sea Jesucristo, presente en su Santa Iglesia.
R/ Sea por siempre bendito y alabado.
¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo, con toda clase de bienes del Espíritu en los cielos! (Ef 1, 3). ¡Bendito y alabado sea Jesucristo, de cuyo costado traspasado en la cruz nació la Iglesia, una Iglesia de corazón abierto!
Y a ti, Iglesia de Dios que peregrinas en Cádiz, gracia y paz de parte de «Aquel que es, que era y que vendrá», de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. “Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,11).
Muy queridos hermanos: queridos Obispos, Sr. Arzobispo de Sevilla, Emmo. Sr. Cardenal emérito; querido D. Antonio Ceballos y Sr. Obispo de Jerez; respetadas autoridades civiles, militares y académicas; queridos sacerdotes, cabildo catedralicio, seminaristas, religiosos y religiosas, consagrados, cofradías, asociaciones y movimientos, familias, fieles todos:
Comienza hoy el Año Santo Jubilar de nuestra diócesis. Estamos convocados, por Jesús, Señor de la gloria, porque somos el pueblo de su propiedad, un pueblo de reyes y sacerdotes. Hemos sido congregados para empezar juntos este camino, y reconocer, ante todo, la obra de Dios entre nosotros. Hemos sido enriquecidos con todos los dones que nos constituyen como Iglesia particular desde los tiempos apostólicos. Demos gracias a Dios por el don de esta Iglesia local cuya sede fue trasladada a la ciudad de Cádiz hace 750 años, en esta Santa y Apostólica Iglesia Catedral dedicada a la Santa Cruz. La Santa Cruz es para los cristianos la ocasión para volver a contemplar el amor de Dios por nosotros y nuestra Catedral dedicada a ella, de un modo especial, nos obliga a volver a las raíces de nuestra fe, y a las de nuestra historia. Acerquémonos nosotros hoy con humildad al Señor que nos ha redimido en la Cruz y la ha convertido en nuestra insignia para que marque nuestros corazones con los sentimientos de Cristo.
“No olvidéis las acciones de Dios” (Sal 77). Somos herederos de una larga historia de fe. Esta bella Catedral, construida a lo largo de muchos años con el sacrificio de tantos hombres y mujeres, es símbolo del trabajo de generaciones de obispos, sacerdotes, consagrados, religiosos y laicos que han contribuido a la edificación de la Iglesia en el campo de la educación, de la caridad, de la evangelización, donde han tenido un papel fundamental. Lo hicieron a costa de grandes sacrificios y con una caridad heroica. Esto nos mueve a la gratitud y a la perseverancia. Nos alegramos de esta iglesia de piedras vivas de la que somos herederos y, con corazón agradecido, pedimos al Señor estar a la altura de nuestra misión con responsabilidad. Celebrar la existencia de la diócesis es reconocer que pertenecemos a la Iglesia Católica y que la misma fe, esperanza y caridad se ha mantenido entre nosotros y se ha multiplicado de generación en generación en fidelidad al magisterio pontificio, a los sacramentos que nos garantizan la gracia del cielo y a la evangelización. Somos, por consiguiente, hijos fieles de la Iglesia del Señor. En definitiva, la iglesia somos nosotros en Cristo, pues este Pueblo de Dios, en cuanto sujeto histórico, acontece en los fieles cristianos que viven en la comunión de la verdad, la gracia y el amor del Señor.
Nuestra responsabilidad –muy grande, por cierto— es profundizar cada día en el seguimiento del Señor para ser discípulos y apóstoles, y comprometernos con la evangelización. Para ello debemos conocer y amar a la iglesia pues es mediadora del encuentro de los hombres con Dios y preguntarnos: ¿cómo comunicar a lo largo del tiempo y del espacio de la historia la salvación de Jesucristo al hombre de hoy? “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en el no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 15). La Iglesia nos permite reconocer a Cristo mismo en ella, pues es su sacramento, el que hace al hombre de cada tiempo contemporáneo de Jesucristo y su interlocutor. En el encuentro con Cristo se da este diálogo insuperable entre la gracia y la libertad, y la Iglesia, instalándose en los corazones, llega a ser alguien que acontece en cada cristiano, según los diversos carismas y vocaciones.
En cada una de nuestras personas deja el Señor la posibilidad de reflejar su valor, como un faro de luz para nuestros contemporáneos. Para ello la Iglesia “debe renacer en las almas” –como repetía R. Guardini el siglo pasado— invitando a cada fiel cristiano a volver a nacer a partir de Cristo, en quien estamos arraigados. Por eso, hermanos, nuestra conversión en este año jubilar es volvernos a Cristo y por él al Padre, renovando la fe, viviendo la fe, con una total entrega, con abandono, esperándolo todo de él, puesta toda nuestra confianza en él y en su voluntad, haciendo nuestro su mandato: “buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Pidámosle de verdad: ¡Venga tu reino! ¡Ven y reina plenamente en nosotros!
Estamos llamados en este Año Santo a entrar en la corriente de gracia de un nuevo Pentecostés, clave para el anuncio profético de Cristo. El centro de gravedad de la historia se ha desplazado, está “aquí y ahora”, pues el reino está ya operante en la persona de Cristo. Ésta es la «nueva profecía» que inauguró Juan el Bautista, que consiste en revelar la presencia escondida de Cristo en el mundo, sacudiendo su indiferencia. Ahora bien, para dar testimonio de Jesús se requiere espíritu de profecía. Urge, pues, que seamos profetas de Dios, aunque seamos pequeños o desconocidos, y suplicar que nos conceda «fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada», que es lo que define el «perenne Pentecostés» que necesita la Iglesia –como decía el Beato Pablo VI—. Hemos de ser, con la fuerza del Espíritu Santo, apóstoles ardientes y apasionados que deseen revitalizar la sociedad con la alegría de la Pascua y la audacia de Pentecostés.
La celebración de un Año Santo es, por tanto, una fiesta para la Iglesia, un tiempo de gracia que tiene como objetivo bendecir al Señor por nuestra fe, acrecentar nuestra pertenencia a la Iglesia, y acercarse más al Señor. No se trata de festejarnos a nosotros mismos por lo que hicimos en el pasado o tenemos en la actualidad, sino que recibimos agradecidos el don de Dios, y queremos vivirlo en todas sus dimensiones.
¿Cómo hacer nuestra hoy la salvación de Cristo? El Año Santo es una donación extraordinaria de gracia que Cristo otorga a los pecadores que piden la limosna del perdón. Nos invita a la conversión personal y pastoral. Esto supone actualizar en nosotros el sentido y el dolor del pecado para recibir un extraordinario ofrecimiento de perdón que renueve nuestro corazón. Entremos con decisión por la puerta que es Cristo: «Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo, entrará y saldrá y encontrará pasto» (Jn 10, 9). El Año Jubilar contiene una dimensión de crecimiento en la fe para amar y gustar la vida nueva que se nos da en la Iglesia, pero que está sometida a la tentación y purificación. Hemos resucitado con Cristo, y nuestra vida está en él. Ayudémonos a perseverar en fidelidad en la parroquia, la familia, o cualquiera de nuestras comunidades. “Donde están reunidos dos o más en mi nombre allí estoy yo” (Mt 18, 20). No ha dicho Jesús que estará donde haya una bella Catedral, o una gran organización, sino donde estemos reunidos en su nombre, por él y con el. Por esto habla después a sus discípulos de la corrección fraterna y de la oración, de cómo vivir como hermanos y de la misión. Crecer en la fe supone estar reunidos en su nombre, a la escucha de su palabra, convirtiendo el corazón, progresando en fidelidad con la certeza de su promesa: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Vivamos con gozo el inestimable don de la unidad en la Iglesia que Cristo invoca en la última cena –“que sean uno” (cf. Jn 17) —, con sentido de pertenencia activa, afectiva y efectiva. Es una de las principales gracias del año jubilar diocesano que hemos de suplicar, removiendo todo lo que divida o deteriore la unidad, buscando en todo la unidad y la caridad, evitando la mundanidad, la polémica y la crítica, y toda forma de politiqueo, quitando los obstáculos que nos separan o dividen. Hacer de la Iglesia casa y escuela de comunión es un don que debemos implorar al Señor, pero también una tarea en la que hemos de empeñarnos para responder al desafío que hace a la iglesia el mundo actual, como señaló San Juan Pablo II (cf. TMI, 43-46). Mucho más importante que las iniciativas concretas que programamos y otras actividades, hemos de promover la espiritualidad de la comunión, y proponerla como principio educativo en todos los lugares donde se forma el cristiano, empezando por nosotros mismos.
La hondura de la experiencia de fe se manifiesta en el testimonio, en anunciar a los demás el gozo del evangelio, que se convierte en una gran responsabilidad. La fe se expresa en la misión. Somos “cristóforos” y nos identificamos como portadores de Jesús al mundo y como seductores de esperanza. “¿Qué se dirá de nosotros? ¿Que hemos sido capaces de la esperanza, o quizás que hemos puesto nuestra luz debajo del celemín? Si somos fieles a nuestro Bautismo, difundiremos la luz de la esperanza” (Francisco, id.). No se trata de que la Iglesia tenga una misión, sino de que la misión de Cristo tiene una Iglesia, y que para configurarnos como una iglesia de discípulos, hemos de volver al amor primero. La vida y la palabra de esta Iglesia han de ser capaces de provocar la fe.
La mirada a Cristo crucificado, que “se despojó de si mismo tomando la condición de esclavo” (Flp 2,7) nos da la perspectiva nueva para mirar este mundo dolorido con otros ojos, con ojos de misericordia sanadora. El testimonio de la caridad requiere asumir el amor crucificado de Cristo que da la vida. Muerte y vida se dan en la entrega a los demás. Debemos salir al encuentro de los pobres y desfavorecidos, de los indigentes, los emigrantes, y promover la justicia; de tantos heridos de la vida que esperan el bálsamo de nuestro acompañamiento y escucha, el alivio en sus necesidades materiales y espirituales.
Recordemos a los santos en el pasado de nuestra Iglesia. Nuestra familia cristiana cuenta con innumerables testigos que siguieron fielmente al Señor en esta tierra y que gozan ya de su presencia en el cielo. Ellos son nuestros miembros más representativos y nuestros mejores intercesores. Recordemos a San Hiscio, los santos mártires Servando y Germán, San Daniel, el Beato Diego de Cádiz, el Beato Cardenal Spínola, y posteriormente –hasta la actualidad— tantos venerables en proceso de canonización, como la Hna. María Cristina de Jesús Sacramentado, Carmelita Descalza de San Fernando, la Hna. Simi Cohen, Agustina de Medina, el P. Ángel de Viera, Fundador del Beaterio, la Venerable Madre María de la Encarnación Carrasco Tenorio, fundadora del Rebaño de María, el P. Vicente López de Uralde Lazcano, P. Marianista, el P. Francisco Metola, entre otros. El tejido de la diócesis se teje con el hilo de la santidad de Dios. Dejemos que Cristo haga de nosotros santos, unidos a la corriente inmensa de los redimidos por Cristo que tiende su mano a cuantos viven hoy, para trasmitirles un amor que no muere, sino que nos hace vivir por toda la eternidad.
Junto a la Cruz de Jesús está siempre su madre María. La “llena de gracia”, preside este jubileo de gracia. Ella ha acompañado a sus hijos en este “valle de lágrimas” durante siglos confortando a todos como signo de que podemos vivir en la historia “la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano” (LG 1). Con ella proclamamos la grandeza del Señor y nos alegramos en Dios nuestro Salvador. La Madre de Cristo, tan querida por el pueblo de Cádiz en todos sus santuarios, nos hará avanzar en el amor al Señor. ¡Volvamos con María al Cenáculo! El Espíritu bajará sobre cada uno de nosotros y nos dará el poder de expresarnos en las lenguas que los hombres y mujeres de hoy necesitan para entender los misterios de Dios. Vivamos desde el Espíritu, en Pentecostés, que es vivir en el hoy de Dios, en la eterna sorpresa y juventud del Dios siempre mayor, que hace nuevas todas las cosas, para arder en el fuego del Amor de Dios y participar de la energía arrolladora de la Resurrección.
Queridos sacerdotes, consagrados y religiosos, laicos todos, matrimonios, jóvenes, niños: demos gracias por el don de la fe y por la Santa Iglesia, nuestra madre, y abramos el corazón a este derroche de gracia que el Señor nos otorga en este Año Santo. Ofrezcamos ahora el sacrificio de Cristo en la Cruz, pues “al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra” (Flp 2. 6-11). Bendigamos a Dios, “a Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas, a él la gloria en la Iglesia en Cristo Jesús, por todas las generaciones y por los siglos de los siglos. Amén” (cf. Ef 3, 20-21).