Celebrábamos este domingo la Solemnidad de Pentecostés. En Pentecostés nace la Iglesia, pero este mismo nacimiento se da en cada uno de nosotros por el bautismo y la confirmación. Todo creyente está llamado a vivir su vida como vocación, abierto a esa llamada de Dios que le descubre la identidad y misión en el mundo. Ser creyente es una vocación y una respuesta a esa llamada, a esa iniciativa amorosa de parte de Dios. El Concilio Vaticano II nos recuerda que por el bautismo somos llamados a formar parte de la familia de los hijos de Dios, a ser santos. Los laicos están llamados a vivir esa vocación que se les ha dado en los designios de Dios.
Hablar de laicado es significar una Iglesia que se encarna en la sociedad de hoy. Nada puede iluminar tanto nuestra evangelización como valorar el papel de los laicos para una Iglesia en salida. Tenemos que agradecer el testimonio de miles de laicos que a través su vida proclaman el Evangelio en una sociedad cada vez más secularizada; y agradecer también la acción pastoral y misionera de las parroquias, hermandades, asociaciones y movimientos, que nos ayudan a fortalecer y transmitir nuestra fe.
Tenemos que recuperar la fe en el ámbito de lo publico. En un contexto que tiende a relegar la fe a la pequeña esfera de lo privado, necesitamos cristianos que hagan visible la acción del Espíritu en el día a día de la vida familiar, laboral, cultural y social. Tanto en los pequeños gestos o vicisitudes de nuestra vida ordinaria, como en las estructuras o entramados sociales que repercuten decisivamente en la vida publica.
Le pedimos al Espíritu Santo que infunda en nosotros la fuerza para anunciar la novedad y la alegría del Evangelio con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar (cf. EG, n. 259).