ARTÍCULO PUBLICADO EN EL PUEBLO DE CEUTA, CUARESMA DE 2017
Ante nosotros está la Semana Grande y Santa. Actualizamos en ella el misterio del Hijo de Dios, que sigue siendo el que viene en nombre del Señor para hacernos entrar con Él en la Jerusalén Celestial, habiendo vivido la Pascua de la muerte y de la Resurrección. Culmina así la cuaresma, camino bautismal del que ha de brotar el “olor de santidad” propio de los que hemos sido ungidos con el Santo Crisma, es decir el óleo perfumado que representa al mismo Espíritu Santo, que nos es dado junto con sus carismas el día de nuestro bautizo y de nuestra confirmación y en la ordenación de los diáconos, sacerdotes y obispos. Por esto se hace presente en el Triduo Pascual el “Crisma”, que significa unción, aceite y bálsamo mezclados que el obispo consagra en el Jueves Santo por la mañana para ungir a los nuevos bautizados y signar a los confirmados. Este día, el Jueves Santo, se inscribe no en el pasado de aquel año en que Jesús murió, sino en la perenne presencia de un misterio que da sentido a nuestra vida. En la oración para celebrar la Cena del Señor, Jesús nos hace el regalo de la Eucaristía para que no se nos borre de la memoria su entrega, ni tengamos excusa de olvidarlo porque se fue de entre nosotros. Para que la intimidad de aquella noche de pasión, pueda ser revivida cada día y dé sentido a nuestra vida nos regala además el don del sacerdocio, vinculado al servicio de la Eucaristía. El sacerdote es un hombre eucarístico, marcado por su servicio en favor del pueblo de Dios, para ofrecer a Dios y dar el pan de la vida, y el perdón, y la palabra, todo aquello que de la Eucaristía deriva y a la Eucaristía conduce. Para ser, como Jesús, Siervo y Esposo de la Iglesia, y reunir en la unidad a todos los hijos de Dios.
La tarde del Viernes Santo nos presenta el drama inmenso de la muerte de Cristo en el Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza. Y cada año, mientras el mundo da las vueltas de su pequeña historia, permanece la cruz, la antena de la vida, señalando con sus cuatro brazos las dimensiones del universo, como si del cielo y de la tierra, de Oriente y de Occidente todo se concentrara allí donde en Cristo todo se junta y se reconcilia. ¡Fulget crucis mysterium! (brilla el misterio de la cruz). San Juan, teólogo y cronista de la pasión, nos lleva a contemplar el misterio de la cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, solemne, simbólico en su narración: cada palabra, cada gesto. En la pasión de Jesús contemplamos el misterio del Crucificado con el corazón del discípulo Amado, con el de la Madre, y con el soldado que le traspasó el costado. La densidad de su Evangelio se hace ahora más elocuente, y los títulos de Jesús componen una hermosa Cristología. Jesús es Rey, lo dice el título de la cruz; y el patíbulo es trono desde donde el reina. Es sacerdote y templo a la vez, con la túnica inconsútil que los soldados echan a suertes. Es el nuevo Adán junto a la Madre, nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la Iglesia. Es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la Escritura. El Dador del Espíritu. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven hacia él la mirada.
La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como El, totalmente de su parte. Allí, solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda. La palabra de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. La maternidad de María tiene el mismo alcance de la redención de Jesús. María contempla y vive el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad: ultimo testamento de Jesús, ultima dádiva, seguridad de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la palabra: He ahí a tu hijo. Allí, finalmente, del corazón de Cristo brota sangre y agua: la sangre de la redención –signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros–; el agua de la salvación –signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros–.
La Iglesia se reviste, por fin, de sus mejores ornamentos y se embellece con las flores mas hermosas, el día en que se reúne y se entrega al gozo mas ostensible. La Pascua es la cima del año litúrgico. El domingo de Pascua es el día en que el órgano y los cantos que se elevan a la gloria de Jesús resucitado lo vuelven a recordar. ¡Cristo ha triunfado! ¡Vive, el que fue crucificado, muerto y sepultado! Su victoria es la feliz conclusión del drama de la Pasión, la alegría inmensa que sigue al dolor. Pero dolor y gozo humano se funden en la historia al acontecimiento más importante de la humanidad: el rescate por el Hijo de Dios del pecado original. Dice San Pablo: “Aquel que ha resucitado a Jesucristo devolverá asimismo la vida a nuestros cuerpos mortales”. Cristo, al celebrar la Pascua en la Cena, libera al mundo entero, al que prepara para el Reino de los Cielos. Las pascuas cristianas celebran la protección que Cristo no ha cesado ni cesará de dispensar a la Iglesia hasta que Él abra las puertas de la Jerusalén celestial.
La fiesta de Pascua es, ante todo, la celebración del acontecimiento clave de la humanidad: la resurrección de Jesús después de su muerte consentida por Él para el rescate y la rehabilitación del hombre caído. Volverá a arder entonces el cirio pascual en cada Iglesia, en cada altar y en cada corazón en el que prendió por el Bautismo la luz de Cristo, al tiempo que hacía la profesión de fe y la renuncia al pecado. Junto a la luz que ilumina la comunidad y cada corazón bautizado resuena un eterno Aleluya que hace de nuestra vida un auténtico pregón pascual, que debería evangelizar a todos recordando la victoria de Dios sobre la muerte y el mal. ¡Cristo vive para siempre, y nosotros con El!
Jesús es la morada de Dios entre los hombres. Es la morada y también la puerta de entrada. El mismo la ha abierto con la llave de su amor y, de nuevo, en esta semana, nos invita a traspasarla.
+ Rafael Zornoza Boy
Obispo de Cádiz y Ceuta