cartel_eucaristia_vida_24_03_17_0En la festividad de la Anunciación del Señor (el día 25 de marzo) celebramos la Jornada por la Vida. Esta campaña comenzó a celebrarse en 1996, respondiendo a la propuesta del Papa San Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium Vitae, “para manifestar el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación en el dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad”. Esta tarde, 24 de marzo, celebraré la Eucaristía por la Vida en la Parroquia San Antonio de Padua a las 19:30. 

En la Jornada de este año por la Vida recordamos a las personas ancianas y enfermas. Su vida es siempre valiosa y hermosa a los ojos de Dios. Y así́ lo es también a nuestros ojos, si realmente hemos conocido el amor. Los ancianos de hoy son los que nos dieron la vida y nos cuidaron a los que ahora somos jóvenes, de la misma manera que nosotros cuidamos hoy a nuestros hijos. Hemos de ser muy conscientes de que el peor problema de los ancianos es la soledad. Una exigencia básica y elemental de justicia reclama que ahora nosotros cuidemos a nuestros ancianos, y que en el futuro nuestros hijos cuiden de nosotros.

Dice Evangelium Vitae que “la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor a los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos”.

“Hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad… teniendo una preferencia especial por quien en más pobre, está solo y necesitado. El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralidades y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones”.

La Iglesia, por esto, siempre ha estado junto a los ancianos y enfermos anudándoles a recorrer esa última etapa de su peregrinar por este mundo, ofreciéndoles ayuda material y espiritual, compañía y consuelo. Además, la Iglesia es consciente de que los ancianos, cada uno en la medida de sus posibilidades, tienen una misión que cumplir. Por eso les exhorta a no abandonarse al desaliento; a no desatender su responsabilidad en la transmisión del Evangelio, especialmente a sus nietos; a no dejar de ser testigos de la Esperanza que nunca defrauda; a ser testigos de una vida que siempre es don irrepetible para cuantos les rodean, signo de un amor que, lejos de disminuir, quedará sellado para siempre en la eternidad de Dios.

El momento de la muerte no es un paso hacia el vacío, hacia la oscuridad, sino que consiste en cruzar el umbral de la puerta que da entrada, con la gracia de Dios, a la vida definitiva, al encuentro con el Padre que nos ama, que nos creó, que nos ha acompañado en nuestro caminar y que ahora nos acoge en su morada eterna. Constituye, entonces, un nuevo nacimiento a la vida plena y definitiva. Dios es ante todo Dios de vivos, Señor de la Vida. Jesús nos aseguró que había venido para que con Él y en Él tuviéramos vida, vida verdadera, vida plena y eterna (cf. Jn 10, 10). En ese momento supremo de nuestra existencia, se hace especialmente relevante el morir acompañados, el no afrontar la muerte en soledad, sino en compañía de los seres queridos y de la comunidad donde se ha desarrollado nuestra vida:

«Este encuentro del moribundo con la Fuente de la vida y del amor constituye un don que tiene valor para todos, que enriquece la comunión de todos los fieles. Como tal, debe suscitar el interés y la participación de la comunidad, no solo de la familia de los parientes próximos, sino, en la medida y en las formas posibles, de toda la comunidad que ha estado unida a la persona que muere. Ningún creyente debería morir en la soledad y en el abandono” (Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea General de la Academia Pontifica para la Vida, 25.02.2008).

La sociedad actual parece que solo considera valiosa la vida de los jóvenes, y se minusvalora la vida de los ancianos y de los enfermos porque se considera que ya no son útiles, al ser dependientes y, por tanto, que no tienen futuro. Cada uno de nosotros es un don en sí mismo y para los demás y solo podrá realizar la plenitud de su existencia cuando sale de sí para entregarse o, en palabras evangélicas, perder la propia vida, eso sí, para encontrarla de modo pleno y definitivo (cf. Mt 10, 39). Por cada uno de nosotros Cristo ha muerto en la cruz, y con su Resurrección ha roto las cadenas de la muerte. Es fundamental que las profesiones de la salud y la tarea de quienes se dedican al cuidado de los enfermos y ancianos se comprenda como ayuda, tutela y promoción de la vida, pues es la base de un autentico servicio que busca promocionar y tutelar la vida humana, de modo particular aquella más débil y necesitada.

Seamos agradecidos, valoremos a los ancianos, demos gracias al Señor por su vida entregada y que brote de nosotros la ternura necesaria para acompañarles con amor cristiano, de modo que crezca nuestra sociedad en verdadera humanidad. Una sociedad sin compasión, que no acepta a los que sufren, es una sociedad cruel e inhumana.  Es una cuestión de amor.

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