desiertosLa Cuaresma es un tiempo de particular empeño en nuestro camino espiritual.  Lo comenzamos recordando las tentaciones de Jesús en el desierto, después de retirarse allí durante cuarenta días de ayuno. Jesús, ciertamente, se hace solidario con los pecadores. Pero las «tentaciones» le acompañan toda su vida, de modo que este relato es como una anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido, como se ve después en el Monte de los Olivos. El desierto —imagen opuesta al Edén— se convierte en el lugar de la reconciliación y de la salvación; y las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas, como en el Paraíso.

Recordemos que el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, donde es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es además el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la soledad, donde el hombre siente más intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión que caracteriza la cuaresma.

 

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