csea3ihxiaa07wuAsistimos a una auténtica epidemia de individualismo que deja solas y frustradas nuestras vidas. Es un auténtico veneno que nos destruye, y con ello destruye la sociedad a base de ideologías, sistemas, concepciones del mundo, de la economía, a menudo reflejo de este individualismo, de este capricho hecho colectivo, dando lugar a innumerables injusticias contra la persona humana. Afortunadamente, este veneno tiene un antídoto: la caridad.

Pero no cualquier caridad, sino la que viene de la Caridad de Dios, de su Amor. Esta caridad, que recibimos de la Eucaristía, tiene un gran poder. No hace falta más que mirar la vida de santos como la Madre Teresa de Calcuta o Juan Pablo II. Su fuerza espiritual procedía del Mismo. Y de igual manera, aunque por caminos distintos, les llevaba a la pasión por el hombre, por todo hombre, por cada hombre, y a la transformación del mundo.

La caridad cristiana consiste en sentir al otro como parte de mi. Saber que su destino está unido al mío. Que si trabajamos juntos nos hacemos más grandes y si no, realmente no crecemos. Como los constructores de las antiguas catedrales, solidarios en la construcción de una obra realmente bella, al final de la cual todos la sentían suya. Es algo revolucionario, lo sé, pero es lo único que puede salvarnos. Para ello necesitamos la fuerza del Señor. La conversión nos lleva a la fuente del amor, donde nos reconocemos necesitados de renovación. Debemos pedir perdón, acoger la gracia de Dios en el sacramento del perdón, y, con conciencia renovada, salir de nosotros mismos para buscar al que está necesitado.

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