Necesitamos no solo el pan material, necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico. Nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo.
En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, volviéndonos hijos de Dios en Cristo, y que marca la entrada en la comunidad de fe, pues en la Iglesia no cree uno por sí mismo, sin la gracia previa del Espíritu; y no se cree solo, sino junto a los hermanos. Desde el Bautismo en adelante, cada creyente está llamado a revivir esto y hacer propia esta confesión de fe, junto a los hermanos.
A la orilla del río Jordán, Juan Bautista define a Cristo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Lo que este Cordero manso e inmaculado nos consigue con su muerte y resurrección nos lo otorga en el sacramento del bautismo, por el agua y el Espíritu. En el bautismo, por la fe, obtenemos el perdón de los pecados. Dios, sin que lo mereciéramos, ha querido reconciliarnos consigo y ha pasado por alto todos nuestros pecados, perdonándonos por medio de Jesucristo.
Todo ello nos habla de una nueva vida que Dios nos regala por la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos identifica con el y nos adentra en una auténtica santificación, haciéndonos hombres nuevos para un mundo nuevo, familia de los hijos de Dios, miembros de la Iglesia. No hay en el mundo mayor aristocracia que pertenecer a esta familia y poder vivir ya aquí el amor que ha de llenarnos eternamente de Dios por toda la eternidad.
Ciertamente, el bautismo nos perdona los pecados, pero no nos hace impecables. Tras el bautismo, seguimos experimentando en nuestros cuerpos mortales la fuerza del pecado y la inclinación al mal. Sin embargo, puesto que hemos sido revestidos de Cristo y fortalecidos con la fuerza del Espíritu Santo, podemos resistir contra las tentaciones y salir victoriosos. Aun con todo, podemos pecar y, de hecho, pecamos. Por eso, además del bautismo, la misericordia de Dios tenía prevista una segunda tabla de salvación, para que todos los bautizados puedan recibir el perdón de los pecados cometidos. Esa segunda tabla de salvación es la penitencia que nos permite crecer día a día libremente en este amor transformador compartido con Dios. Esta es la aspiración del bautizado. Recuperemos el gozo y el honor de ser bautizados.
Nuestro Dios es un Dios que nos salva (Salmo 68, 21a). Porque salva, no abandona al pecador en su pecado, sino que continuamente le llama para que abra los ojos y reconozca y confiese sus pecados. Iluminados por la luz de la misericordia divina, necesitamos reconocer que, si nuestro corazón no es sanado de raíz, seguiremos en nuestros pecados. Por eso, hemos de pedirle al Señor que cambie nuestro corazón, que lo sane y lo cure de las heridas que el pecado provoca en Él. Le pedimos también al Señor que nos ayude a querer y desear no pecar nunca más; y, como muestra de nuestra voluntad decidida, le suplicamos que nos conceda la gracia de estar siempre dispuestos a luchar contra el pecado que nos ata, e igualmente contra las consecuencias que provocan nuestros pecados: en nosotros mismos, en nuestro prójimo, en nuestra sociedad y en nuestro mundo.
Que el perdón de Dios, derramado abundantemente en cada uno de nuestros corazones, haga que todos los hombres puedan glorificarlo y reconocerlo como un Dios de amor y misericordia infinitas; y que, de este modo, se sientan atraídos a volver a Él y a encontrar en Él la salud y la salvación que necesitan. Así se cumplirá plenamente la obra que el Padre encargó a su Hijo, cuando le envió para dar su vida en rescate por todos