No hay acontecimiento histórico más importante que el que sucede en cada uno de nosotros -la “intrahistoria”, como la llamaba Unamuno-, ésa que teje la historia que estudiamos en los libros. Nosotros los cristianos proclamamos que el Señor del tiempo ha querido abrazar nuestra historia y hacerla suya, porque no sólo intervino hace dos mil años haciéndose hombre, sino que se ha quedado presente e medio de nosotros por medio de su pueblo creyente, en su cuerpo y templo que es la Iglesia viva.
En el preludio de su Pasión, Cristo nos dice que El es la Vida (cf. Jn 12,20ss), que ha muerto para resucitar, que nos alcanza una vida nueva y abundante, y que se convierte así con su victoria en el centro de la historia. El Señor responde así a la inquieta pregunta de aquellos griegos que buscaban conocerle. La vida, al fin y al cabo, es buscar a Dios. Y la glorificación de Jesús, es decir, su muerte y resurrección, acogerá a todos los pueblos y razas de la tierra. De este modo, en esta definitiva Alianza con Dios (cf Jer 20, 1-7) el hombre queda renovado en su ser más íntimo. En nosotros se genera una nueva humanidad que vive, por el Espíritu Santo, superando el egoísmo con amor, como germen de una nueva humanidad, porque su ley de amor queda grabada en nuestros corazones, en nuestras propias vidas. La cruz es, en efecto, la cumbre del amor. Los cartujos lo expresan con su lema: Stat Crux dum volvitur orbis, es decir, “la Cruz permanece en pie, mientras el mundo gira”. Cristo en la Cruz nos atrae hacia el interior de Dios, pero nos devuelve inmediatamente, transformados por la lógica del don, al mundo necesitado de redención.
Queremos reavivar, por tanto, nuestra fe y suplicar al Señor la gracia de ser en el mundo sus testigos cada día. Sabemos, pues lo ha vivido El, que el grano de trigo, si muere, da mucho fruto (Jn 12, 23) y que debemos hacer siempre la voluntad de Dios, aceptando las contrariedades de la vida, como hizo Jesús obedeciendo al Padre.