MI SEXTA CATEQUESIS PARA EL JUBILEO DE LA MISERICORDIA
Espontáneamente pensamos, al hablar de misericordia, en esa compasión por la que ayudamos al necesitado dando limosna, o socorremos alguna necesidad material o espiritual. Olvidamos, sin embargo, con mucha facilidad –a mi parecer– al que vive a nuestro lado, con el que compartimos casa, trabajo, aficiones; incluida nuestra propia familia. Pero resulta que amarnos como hermanos comienza por los propios hermanos, por decirlo simplemente. En efecto, no siempre aceptamos en nuestro compromiso de ser misericordiosos nuestras relaciones más cercanas, quizás porque es más fácil aparentemente dar que recibir, y, en el ámbito más reducido tenemos que aceptar que nuestras pobrezas son más conocidas, que somos, queriendo o sin querer, menesterosos e indigentes, sobre todo de comprensión o perdón. Probablemente esta indispensable humildad debe hacernos más comprensivos con los defectos ajenos, y tolerar los fallos con la misma vara de medir los nuestros. Pero también es misericordia “sufrir con paciencia los defectos del próximo”.
La caridad, por tanto, empieza buscando la concordia. Solamente así podemos ayudarnos mutuamente como hermanos, más aún si somos cristianos. “La misericordia, que es el amor, debe hacerse presente entre nosotros en primer lugar. “Mirad como se aman”, decían con sorpresa de los primeros cristianos, porque “la multitud de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma; todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía” (Hch 4,32). Debemos escuchar, consolar, dar gratuitamente, sin pensar en recibir. No obstante hemos de ser conscientes de que también necesitamos recibirla, pues todos somos, en cierto modo, indigentes. Sin humildad para recibir difícilmente fructificará en nosotros el amor fraterno. La caridad fraterna también exige acoger el ejemplo, la palabra edificante, el consejo, etc., de modo que la hermandad que brota del amor de Dios nos haga fuertes para ser misericordiosos en nuestro testimonio cristiano y en nuestras obras. Sin derribar los obstáculos de la dureza de corazón, como son los rencores, la competitividad, posturas enfrentadas, etc. difícilmente daremos frutos de caridad. “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,34) (cf. Carta Pastoral Mons. Zornoza: Muéstranos Señor tu misericordia).
La experiencia de conversión de San Francisco de Asís nos habla de aquel amor verdadero, que le hizo abrazar lo amargo y lo dulce. Asi lo expresaba en sus Admoniciones (XIIIV-XXV): “Dichoso el siervo que ama a su hermano tanto cuando está enfermo y no puede corresponderle como cuando está sano y puede corresponderle. Dichoso el siervo que ama y respeta a su hermano tanto cuando está lejos de él como cuando está con él, y no dice a sus espaldas nada que no pueda decir con caridad delante de él”.
Benedicto XVI lo explicaba así: “A Francisco le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a hermanos que era preciso amar. La conversión lo llevó a practicar la misericordia y a la vez le alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no sólo fue un gesto de filantropía, una conversión —por decirlo así— «social», sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios. … Convertirnos al amor es pasar de la amargura a la «dulzura», de la tristeza a la alegría verdadera. El hombre es realmente él mismo, y se realiza plenamente, en la medida en que vive con Dios y de Dios, reconociéndolo y amándolo en sus hermanos”. (cf Homilía en Asís, 17 de junio de 2007). Todos debemos hacer ese tránsito que es virtud, fruto de la gracia de Dios acogida con interés y renuncia.
En las familias los milagros de Dios se hacen con lo que hay, con lo que somos. Estamos llamado imperiosamente a construir una «Iglesia doméstica» donde poder aprender un estilo de amor y de servicio, donde cada día poder transmitir a los más pequeños la ternura y la misericordia que rebosan espontáneamente de la relación fraterna. Rezamos por la unión de las Iglesias y nos escandalizan las divisiones en algunas comunidades, pero no las vemos donde las tenemos más cerca, en nuestras relaciones familiares, en nuestra propia comunidad parroquial o religiosa. Debemos pedir constantemente la comunión y ofrecernos a trabajar y morir por ella. Solamente así seremos capaces de reconocer el rostro sufriente de Cristo en los hermanos y concretar nuestro amor a los necesitados más cercanos, que a veces pasan desapercibidos, abriéndonos a las nuevas pobrezas, como la soledad, la angustia, la desesperanza y cualquier sufrimiento. La misericordia ha de llevarnos también a la escucha y al acompañamiento, y, con frecuencia, a pedir perdón.
Toda atención de caridad que habitualmente hacemos redundará en mayor sintonía y afecto benevolente de los demás. Que nos hagan caritativos las obras de misericordia: visitar a los enfermos en los hospitales y en sus casas, cuidar a los ancianos, visitar las residencias, darles conversación, acompañarles, sacarles de paseo; acompañar a las mujeres que han abortado con misericordia, y procurar que curen sus heridas sicológicas; mantened con empeño asiduo y entrega responsable Cáritas Parroquial, los dispensarios de comida, los roperos, etc. Pero que nuestro amor brote coherentemente de una capacidad de entendernos, de ayudarnos, de ver lo positivo del otro, de evitar las críticas, la maledicencia, la sospecha. ¡Que gran misericordia es callar cuando no se nos ocurre nada bueno que hablar! ¿Y no es mayor virtud saber descubrir aquello positivo de cada uno y hacer amable al otro para los demás? La verdadera caridad crea familiaridad, hace familia. Ahí radica la fraternidad de cualquier comunidad. Debemos hacer que nuestras comunidades de fieles sean fraternas con el mandato de Cristo de la unidad y del servicio: “Os doy un mandato nuevo: que os améis como yo os he amado” (Jn 13,34). En cada casa y en toda comunidad el mayor signo de misericordia cristiana es hacer que se cumpla el deseo que Cristo pide al Padre para nosotros: “Que todos sean uno como el Padre y yo somos uno” (Jn 17, 21-22)”.