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A raíz de la presentación oficial del libro «Los Obispos de Cádiz (Siglos XIX-XX), un estudio a través de su historia, su heráldica y su genealogía», del profesor Francisco Glicerio Conde Mora, en la que tuve el gusto de participar, reflexiono sobre la historia de la Iglesia, nuestra amada Iglesia, y por ende el Episcopado, los Obispos, en una cadena en la que se fragua nuestra única Iglesia presente en el mundo desde más de veinte siglos. Es la historia de Jesucristo con su Pueblo a través de la Sucesión Apostólica.

La historia de la Iglesia, para quien tiene fe, es, en efecto, la presencia de Cristo Vivo y Resucitado en la vida de los hombres, formando un solo cuerpo con su Esposa, la Iglesia, que hay que conocer como Misterio – de Comunión – para la Misión. Así lo recodaba el Concilio Vaticano II. Vive, sin duda, los avatares del mundo, sus culturas, los dramas y las tramas de la existencia, las luchas de los hombres (no siempre por superarse a si mismos; a veces por el poder, el lucro, la dominación), sus desigualdades… pero tiene una misión concreta. Podríamos decir, con palabras de la Carta a Diogneto (s.II) que su vocación es ser como el alma para el cuerpo, ser el alma del mundo.

Los obispos ciertamente viven también inmersos en todas las corrientes, en la cultura de cada momento, en los sucesos de la historia. Pero, como Sucesores de los Apóstoles al frente de la Iglesia (cf. Constitución Dogmática LG 7) tienen como misión que ésta sea fiel a Cristo y a su misión en el mundo siendo principio visible y el garante de la unidad de su Iglesia particular. Por institución divina, los Obispos, mediante el Espíritu Santo que les ha sido conferido en la consagración episcopal, son constituidos Pastores de la Iglesia, con la tarea de enseñar, santificar y guiar, en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro y con los otros miembros del Colegio episcopal. Esta nota de la apostolicidad asegura a la Iglesia la gracia y la responsabilidad de su tarea de enseñar. Los Obispos, además, tienen la tarea de santificar y guiar al Pueblo de Dios cum Petro et sub Petro, continuando la labor desarrollada por sus predecesores, con dinamismo misionero. (cf. Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos “Apostolorum Successores”). En resumen, pues, el Obispo debe velar por la fe de los creyentes, anunciar e invitar a todos a entrar en su casa, ser fermento del evangelio en la sociedad.

Los obispos, como sucesores de los Apóstoles, están llamados a participar en la misión que Jesucristo mismo confió a los Doce y a la Iglesia. Nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: «Los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio de la fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos» (Lumen Gentium , 24). La misión, pues de la Iglesia, como vemos, responde plenamente al clamor más imperioso del mundo de hoy: devolver a cada persona el alma que tiene, de la que prescinde en su crisis de sentido.

A mí también, como cristiano, la historia de la Iglesia y la presencia de los obispos representando a Cristo en la comunidad, me invita, ante todo, a la oración. Ante toda para dar gracias a Dios por el bien de la iglesia en medio del mundo, y por los bienes que son fruto de su apostolado, su obra de santificación y su caridad; por su cultura extendida de cuyas raíces siguen alimentándose innumerables corrientes cívicas de economía, jurisprudencia, política, arte, etc. También a la oración para pedir por nosotros hoy, por nuestra diócesis y por mí, para que acertemos en este momento de nuestra historia con la palabra, la vida, el testimonio y la acción necesaria para hacer presente a Cristo el Señor y su evangelio, hasta entregar la vida por Cristo y por el bien de los hermanos.

Recuerda la Exhortación Pastoris Gregis que el conjunto de todos los obispos forman como un gran mosaico donde entre todas las teselas se dibuja el rostro de Cristo, Obispo y Pastor de los creyentes. Deseo que sea patente para todos el pastoreo del Señor, el Buen Pastor que cuida de nosotros proporcionándonos humanidad -es decir, alma- y vida eterna.

 

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