Viene el Señor, y necesitamos la Navidad, pues, como dice San Agustín: “Dios, darte a ti la espalda es morir, convertirse a ti es revivir, morar en ti da consistencia a la vida. Dios, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; habitar en ti es vivir”.
Afirmar que corren tiempos convulsos y que se cierne una espesa incertidumbre sobre el futuro no parece un disparate. Tenemos a veces la impresión de vivir en una historia de ciencia ficción, aunque lo más impresionante es su realismo y amenaza: la corrupción sin fin, el desmoronamiento de los grandes partidos, el terrorismo islamista, la desestructuración de Occidente… Podríamos añadir desastres sin cuento al tiempo que se agolpan a nuestras puertas los necesitados más empobrecidos.
“Me duele el hombre”, decía uno de nuestros pensadores. Me duele el hombre de la calle agotado por las luchas de cada día, el hombre frustrado por sus desvelos y con un sentimiento difuso de frustración en su vida. Me duelen los hombres reducidos a su pequeño mundo de cada día. Pero, aunque ese hombre esté envuelto en sombras, ama la luz. La oscuridad sobre su ser y su destino es grande, pero la luz le cautiva. Porque, además, en la historia ha sonado esta afirmación: “Yo soy la luz del mundo”.
El tiempo litúrgico del Adviento nos hace volver la mirada a Aquel que viene a salvarnos. Con esta esperanza superamos la quiebra humana que nos aqueja y vuelve el proyecto y la empresa común que nos une. Dios se hace hombre y su Misterio deja traslucir los rayos de luz que nos permiten atisbar un Misterio que se hace certeza y plenitud. Nuestra vida “está escondida con Cristo en Dios” desde el momento que uno dice “hágase en mi según tu Palabra”. Y de Él, sólo de Él, el Niño que viene, la plenitud de la vida.