Curiosamente el Adviento nos dice que Dios tiene tiempo para nosotros. Es la «buena noticia» que ofrece la Iglesia en un mundo caracterizado por el estrés. Velar en espera del Señor que viene supone reflexionar «sobre la dimensión del tiempo, que siempre ejerce sobre nosotros una gran fascinación».
Decimos que ‘nos falta tiempo’, pues el ritmo de la vida cotidiana se ha hecho para todos frenético. Sin embargo Dios nos da su tiempo, tiene tiempo para nosotros. En realidad, El, que es Eterno, por encima del tiempo que pasa y se consume, entra dentro de nuestro tiempo haciéndose hombre y volverá al fin del tiempo a por nosotros.
Así, el tiempo, que comenzó con la creación, se abre en la Encarnación del Hijo de Dios a la eternidad, de modo que, con la redención extiende su radio de acción al pasado y tranforma el futuro. En realidad su venida es el centro de la historia. Y la vida eterna que nos ofrece relativiza ésta. Todo ha cambiado, hay que estar atentos.
Ésta es la primera cosa que el inicio de un año litúrgico nos hace redescubrir con una emoción siempre nueva: Sí, Dios nos da su tiempo, pues ha entrado en la historia con su palabra y sus obras de salvación para abrirla a la eternidad, para convertirla en historia de alianza, para abrazarnos con su amor.