Flores-Dia-de-Todos-los-SantosLlega el mes de noviembre evocando a nuestros santos y con el recuerdo de nuestros difuntos.  La pedagogía de la liturgia católica hace bien haciéndonos mirar a los santos que, llenos de la gloria del Señor, nos indican el camino de la vida. En el caso de tantos que han vivido recientemente, su testimonio ejemplar, virtuoso o heroico, nos deja una pregunta incisiva sobre nuestra propia santidad. ¡Como no recordar los recientemente canonizados y el rastro de ellos que queda en sus devotos! No obstante, ahora en noviembre, la Iglesia recuerda sobre todo a los no reconocidos oficialmente, pero que sabemos que lo son. Esa legión incontable que llena el cielo nos atrae y nos llama a seguir a Cristo cada día, en cada hora, en toda circunstancia. Sus vidas son similares a las nuestras, pero rezuman fidelidad al Señor y entrega sin fisuras a su voluntad. Y son clamorosamente felices, bienaventurados.

Cuando oramos después por los fieles difuntos recordamos, con los que ya el Señor ha llamado a su presencia, que nuestra vida es efímera, pero llamada a ser engrandecida por la fe en la esperanza de la gloria. Cada celebración de exequias nuestra se coloca bajo el signo de la esperanza, esto es, en el último suspiro de Jesús en la cruz. En una época como la nuestra, en la que el miedo a la muerte lleva a muchas personas a la desesperación y a la búsqueda de consuelos ilusorios, el cristiano se distingue por el hecho de que pone su seguridad en Dios, en un Amor tan grande que puede renovar el mundo entero.  La razón de esta confianza es que Dios “se entregó enteramente a la humanidad, colmando el vacío abierto por el pecado y restableciendo la victoria de la vida sobre la muerte”.  Por esto, “cada hombre que muere en el Señor participa por la fe en este acto de amor infinito, de algún modo entrega el espíritu junto con Cristo, en la segura esperanza de que la mano del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el Reino de la vida”. (Cf. Benedicto XVI, 3 de mayor de 2010).

En este sentido, la Iglesia constituye una prefiguración sobre la tierra de esta meta final. Este es un anticipo “imperfecto”, marcado “por límites y pecados”, y necesitado de “conversión y purificación”; pero, con todo, “en la comunidad eucarística se pregusta la victoria del amor de Cristo sobre aquello que divide y mortifica”.

Cuando decimos: “Mi alma te desea a ti, Dios mío” (Sal 41/42,2) es el misterio de la vida eterna, depositado en nosotros como una semilla desde el Bautismo, el que pide ser acogido en el viaje de nuestra vida, hasta el día en que devolvemos el espíritu a Dios Padre. «La esperanza no falla – afirma el apóstol Pablo, cuando escribe a los cristianos de Roma –, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. (Rm 5,5). He aquí la gran e indefectible esperanza: fundada en la sólida roca del amor de Dios nos asegura que la vida de aquellos que mueren en Cristo «no es quitada, sino transformada»; y que «mientras se destruye la morada de este exilio terreno, se prepara una morada eterna en el cielo» (Prefacio de Difuntos I).

Miremos la muerte con los ojos de la fe y de la esperanza cristianas, no con desesperación, pensando que todo acaba. Vivimos para la eternidad. Nuestro consuelo, es que, como sabemos, «Dios no creó la muerte ni disfruta con la muerte de los vivos. Él creó todas las cosas para que subsistieran […] y la muerte no reina sobre la tierra, porque la justicia es inmortal» (Sb 1, 13-15).

Los paganos llamaban necrópolis, ciudad de los muertos, al lugar donde colocaban a sus difuntos. Los cristianos inventaron otro nombre, más lleno de esperanza: cementerio, el lugar de los que duermen. Así rezamos por ellos en la liturgia: «Recemos por los que nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz».

Los santos afrontaban la muerte con ese espíritu de fe y de esperanza.  San Francisco de Asís, en el cántico de las criaturas dice: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal, de la que ningún hombre puede escapar. ¡Ay de quienes halle en pecado mortal! Dichosos los que encuentre cumpliendo tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal». «Es muriendo como se vive para la vida eterna».  San Agustín, por su parte, nos advertía, al preguntar: «¿Haces lo imposible para morir un poco más tarde y no haces nada para no morir para siempre?»

Verdaderamente nuestra vida está en cada instante en las manos del Señor. Por esto, debemos invocar siempre a Dios con las palabras de Jesús en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», y vivir para el, compartiendo la vida con el mejor amigo, el que nos hará vivir por toda la eternidad. San Benito también cumplió en su vida el principio que propuso en la Regla monástica. Dice: «Nada anteponer al amor de Cristo».

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