Ayer Domingo celebrábamos en la Santa Iglesia Catedral la Solemnidad de Pentecostés. La gozosa Pascua que hemos celebrado las últimas semanas concluye triunfalmente con la Solemnidad de Pentecostés. Jesús ha vencido la muerte y ha resucitado para que recibamos el don del Espíritu Santo que nos adentra en la comunión de la Trinidad de Dios. El Espíritu Santo, Dios Espíritu invisible, se hace presente como realidad interior pero al mismo tiempo eficaz, patente e inmensa. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta en el relato de Pentecostés unos signos, llenos todos de su fuerza transformadora, que nos invitan a participar de su fuerza si es que vivimos la vida de la Iglesia y el impulso de los hijos de Dios.
Debemos pedir necesariamente al Señor, desde ahora, que nos llene también a nosotros del viento de Pentecostés, del “soplo” de su Espíritu, para respirar siempre entre nosotros con el aire nuevo de la fe intensamente vivida, la que oxigena y purifica la vida del hombre y le salva de la asfixia del pecado y del mal, el viento recio que mueve la pereza que impide evangelizar.
El fuego que se hace presente en el Cenáculo nos recuerda que Dios es Amor y que el Espíritu Santo es fuego de amor ardiente que transforma y que enciende cuanto toca. Quisiéramos que su llama, que se posa permanentemente sobre la Iglesia, nos haga santos, fervorosos, capaces de transmitir a todos el profundo afecto de Dios, y hacer visible su caridad con la nuestra, cada vez que nos acercamos a los afligidos, a los desesperanzados, a los abrumados por el desempleo, por el hambre, la emigración, las rupturas familiares, y por el sinsentido de la vida, por la falta de esperanza.
Con el símbolo de las lenguas que se posan sobre los apóstoles el Espíritu suelta las lenguas de los apóstoles y da a la Iglesia entera la capacidad de hablar, de expresarse, de dialogar. El lenguaje de Dios expresa ciertamente realidades sobrenaturales, íntimas de Dios, pero que “cada cual escuchaba en su propia lengua”, que cualquiera podía comprender al ser predicado, porque todos estamos llamados a reconocer a Dios y alabarle en nuestra vida, y el Espíritu se anticipa a nosotros para abrir los corazones a la Palabra predicada. “El os llevará al conocimiento de la verdad”, nos prometió el Señor.
La venida del Espíritu Santo es por tanto la respuesta de Dios a nuestro mundo en crisis. El cristianismo verdaderamente vivido sería al mismo tiempo el verdadero humanismo que todo hombre comprende como tal y que puede reconocer porque los ricos frutos del Espíritu son apetitosos para cualquiera.
Una vez más, Dios nos concede lo que el mundo necesita: el valor de la verdad. Un mundo sin verdad, como el nuestro, se sitúa en la mentira, o lo que es igual, hace de su gusto el fin de su vida, esto es, se somete a la tiraría de sus intereses y se hace incapaz de amar bien. Cuando se hace cómodo, vive sólo para si, se vuelve indolente, aletargado y acomodado, sin esfuerzo ni pasión, ya no crece, no se multiplica, no va más allá, se cierra en si mismo, prescinde de los problemas y angustias de los demás.
También nosotros, los cristianos que vivimos en el mundo y nos afecta la cultura envolvente, aún aceptando la verdad de la fe dogmática, podemos contagiarnos de esa atmósfera y hacernos relativistas, si todo nos importa poco, cuando renunciamos a la práctica de la conversión, y a la penitencia, porque nos da igual vivir sin tensión de santidad, o no valoramos la comunión eclesial, o prescindimos incluso de evangelizar. Entonces, tampoco nosotros crecemos, sino que nos aburguesamos y dejamos de transmitir el gozo de creer.
La verdad de Cristo conocida en plenitud nos ha de llevar a la libertad auténtica de los hijos de Dios, que se vive en el don, y no el espejismo de esa falsa libertad que promueve el indeferentismo y que elimina las responsabilidades, aunque quiera después ampararse en nuevos derechos. Sin la plenitud de la verdad de Dios que nos sitúa como criaturas amantes del Creador, como Hijos redimidos y agraciados por la Palabra de Cristo, como templos del Espíritu Santo, que es fuego celoso y devorador, perdemos la certeza de ser amados y la fuerza para transmitir la fe.
Dios nos llama especialmente hoy a mostrar el amor que da la vida, la verdad de Dios. Y nosotros no podemos desertar: Dios lo quiere y nos lo pide, y el mundo lo necesita. La pugna ideológica del mundo ya no está hoy en la economía, sino en la moral: en la familia, la vida, la ingeniería genética, el papel de la religión, las inmigraciones. Una fe bien vivida y formada debe ofrecer un argumento convincente que lleve a pensar en Dios. La coherencia de vida se hace hoy imprescindible.