(Publicado por el Diario de Cádiz del día 5 de abril de 2015)
Todo aconteció aquella noche en la playa. Todavía no había amanecido. El ya entonces conocido filósofo Justino se topó durante sus cavilaciones con un enigmático anciano. Comenzaron a hablar, y al joven le sorprendieron la sencillez en las maneras del abuelo y su tranquila capacidad para escuchar. Tocaron temas muy variados; el anciano le desveló que era cristiano. Justino no pudo menos que considerar al abuelo algo ingenuo. Pero tras esa escena, tras ese inocente encuentro, una nueva chispa de inquietud nació en el interior del ilustrado, la cual, a partir de entonces, no le dejó tranquilo. ¿Y si fuera verdad, como había intuido Platón como única posibilidad de salvación, que desde “la otra orilla” nos hubieran venido a buscar?
Esto ocurría en el año 130 y san Justino vivió hasta el fin de su vida –arrancada violentamente por su fidelidad a Cristo- con su toga de filósofo como signo de haber encontrado la más alta sabiduría. También hoy decenas de miles de hombres y mujeres prefieren ser exiliados y asesinados a perder su fe en Cristo. En los campos de refugiados de Irak los cristianos han escrito en el techo de sus tiendas: “Jesús es nuestra luz”. Justino se había preguntado muchas veces “¿Qué hace que estas personas estén dispuestas a dar la vida –muy diferente a quitarla- por un simple hombre? En sus rostros no hay sino perdón y amor cuando van al suplicio ¿puede ser una doctrina falsa la que predica una verdad tan cierta?” (II Apología, cap. XVIII, 1)
La celebración de la Vigilia Pascual celebra la luz, con cada hoguera y con su cirio pascual, hasta el punto de identificarla con Cristo Resucitado y de construir las iglesias hacia oriente para no olvidar al que nos ilumina cada día. “Orientar” la vida es seguir la luz del Señor y dejar atrás, a nuestras espaldas, la noche tenebrosa del sinsentido, es sencillamente creer.
La fiestas que celebramos mientras tanto en nuestros pueblos cristianos resultan realidades paradójicas. La liturgia y las procesiones nos recuerdan la historia -propiamente la historia sagrada-, que encierra en sus acontecimientos trágicos los grandes deseos del hombre y sus luchas: nos habla de gloria y de redención, aunque también de pasión y de pasiones; de la exaltación de los humildes y la humillación de los soberbios poderosos, de un inocente condenado, pero, al mismo tiempo, de un cautivo que nos hace libres y de un derrotado que triunfa. Es fácil descubrir en los contrastes las contradicciones de cada corazón. El desencanto y sus frutos, como el cinismo más o menos ilustrado, el escepticismo y el sarcasmo, son una auténtica epidemia que tiende a ahogarlo todo en su aparente sabiduría. Sin embargo algo dentro del alma humana se resiste. ¿Es simple instinto de supervivencia, una “feliz ignorancia”, o es el reclamo de aquello para lo que verdaderamente estamos llamados? ¿Es este un tiempo para soñar en espejismos, o la nostalgia, misteriosamente presente en la conciencia de la humanidad, de un hogar primigenio del que huimos?
Pasar de las moralejas sapienciales que cada uno puede cavilar a integrarse uno mismo en esta historia, que se dice que es presente, que es la nuestra, supone sin duda un salto de calidad. Por eso decía Soren Kierkegaard que somos creyentes en la medida en que permanecemos contemporáneos de Jesús. Esta contemporaneidad es el presupuesto de la fe, o mejor aún, la fe misma. Cada pascua, entonces, es para el bautizado una nueva primavera que, sin embargo, ha de abrirse paso con dificultad.
Si es verdad que Aquel que nos ha puesto en la existencia se ha implicado hasta tal punto en nuestra historia que ha decidido asumirla desde una infancia pobre hasta la muerte ignominiosa, si Dios ha hecho suyas todas nuestras causas justas y ha luchado por ellas, si Dios ha abierto una puerta antes cerrada con su resurrección y el Hijo de Dios ha reparado como hombre nuestra soberbia y rebeldía contra el Padre y contra los hermanos, si es cierto que el hogar está preparado para la vuelta de cada uno de nosotros… entonces sí que es feliz pascua para nosotros y para nuestros difuntos, pues hay eternidad para ellos respondiendo sí al amor de Dios que estos días celebramos. ¡Feliz Pascua! para aquellos que sufren por amor porque su dolor dará fruto. ¡Feliz Pascua! a todos aquellos que se sienten solos porque verdaderamente les acompaña Aquel que se ha hecho “Dios con nosotros”. Porque es feliz quien sabe que el sigue creyendo en nosotros, y con Dios hay futuro. Quienes se sienten muertos en la vida aprenden mejor que la salvación de Cristo no es ningún mito, sino la auténtica sabiduría, y que, como hace dos mil años, sólo los ojos de los pobres son capaces de verla. Y los sabios, como San Justino, cuando lo aprecian, descubren la llave que abre el portón de la sabiduría.
La definición “resucitó al tercer día”, incorporada al texto del credo de la Iglesia, es una determinación temporal que significa lo concreto de la historia en la que Jesucristo hace su alianza irrevocable y definitiva con nosotros. Dios conserva su poder por encima del poder de la muerte. Estamos pues en el campo gravitatorio del amor de Jesús y nos sostiene su gracia que nos allana el camino. Es ya un camino divino en el que se realiza la vocación humana, pero que incorpora también la cruz, como parte de la imitación de Cristo.
“¡Resucitó Cristo, nuestra esperanza!” Ciertamente, si Dios ha entrado así en nuestra historia es posible seguir esperando, pues Cristo resucitado nos empuja a descubrir que lo imposible también forma parte de nuestra vida. Celebrar la pascua es creer con toda la fuerza de nuestro corazón que Cristo sigue viviendo en medio de nosotros y que es capaz de transformarnos desde dentro y nos ayuda a construir el mundo y la vida que anhelamos, que nos parece a veces tan lejana. El Resucitado vence nuestros miedos y cualquier desconfianza. Su luz, en medio de la oscuridad nos muestra un mundo nuevo. La piedra del sepulcro fue arrojada lejos por Cristo y, con su fuerza divina, salimos hoy de los nuestros. Nada más necesario hoy para una sociedad decadente –grandilocuente de una retórica jurídica y humanista que no le sirve más que para regular sus intereses, pero que mientras no reconozca el valor intrínseco de la persona y su dignidad estará siempre avocada a la injusticia fruto del egoísmo–, reconocer que no se puede excluir a Dios del ámbito de la vida. Porque, gracias a esta vida nueva, no agoniza en el mundo el testimonio de la fraternidad y la solidaridad, de la lucha por la verdad y la justicia, de la confianza y el amor, del perdón y la reconciliación, de la generosidad y la entrega. ¿Cómo no felicitar la Pascua? ¡Feliz Pascua!