Ayer celebramos la Eucaristía por nuestro querido y recordado D. Antonio Dorado, llamado por el Señor a su presencia el pasado martes día 17 de marzo. Fue un pastor bueno, que actuó en nombre de Jesucristo, el Buen Pastor, representándole en las acciones sacramentales y eclesiales. Dedicó su larga vida episcopal, de casi cuarenta y cinco años, al cuidado de la grey que el Señor tuvo a bien encomendarle en Guadix, Cádiz y Ceuta, en Málaga hasta su jubilación. Fue un gran pastor.
Recordábamos la semblanza de su vida que se une a los recuerdos personales de su bondad, su chispa, su trabajo, su inteligencia y entrega, y a las anécdotas de nuestro trato personal con el que durante veinte años fue Obispo y Pastor de esta Diócesis de Cádiz y Ceuta. Pedimos al Señor misericordioso que recompense la entrega de su vida al ministerio sacerdotal y episcopal, que premie sus trabajos, su desvelos y sufrimientos y toda su labor.
Jesús se ofrece como la recompensa definitiva. El es “el cielo” que acoge a quien le sigue, y recompensa sus lágrimas, su hambre y sed, su pobreza o persecución. Jesús nos hace vivir en la tensión de la esperanza y se entrega a quien acepta su ofrecimiento porque le lleva a plenitud. Nos lleva como peregrinos a la vida eterna que es gozo sin fin, a reinar con el en la plenitud de nuestros deseos. Este es el mismo Cristo que asoció a D. Antonio Dorado como sacerdote y apóstol suyo para vivir y predicar con celo su evangelio y ahora le ha llamado a encontrarse con el.
Demos gracias a Dios por el ministerio de D. Antonio. Fue instituído obispo por Dios para continuar la misión comenzada por los apóstoles. Como dice el Concilio, fue establecido por el Espíritu Santo para cuidar el rebaño (LG 20), para ser principio y fundamento de unidad en la Iglesia particular (LG20). Así, pues, anunció el Evangelio (PO 4; LG25) como maestro con la autoridad de Cristo. Vivió para santificar por el ministerio de la Palabra y los Sacramentos al pueblo de Dios al que presidió en el gobierno con espíritu de servicio (LG 27). El Señor le instituyó como obispo al frente de la Iglesia peregrina de Dios.
En efecto, somos Iglesia peregrina. La oración por D. Antonio nos lo deja ver una vez más: oramos mirando a nuestro destino, suplicamos el cielo para Mons. Dorado. Es muy importante recordar de nuevo que somos peregrinos, y también las condiciones de nuestra situación porque así se comprende el reto de la fidelidad y el compromiso de servir a Dios.
Dice San Agustín que “la Iglesia avanza en su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (CivDei 18,51). Quiere decir que estamos en el exilio, lejos del Señor y que “la Iglesia aspira el advenimiento pleno del Reino con su Rey en la gloria” (LG 5): en peregrinación y “lejos del Señor”. Sin embargo el mismo nos ha dado una casa, una morada, que comienza aquí: “Voy a prepararos un lugar. Os llevaré conmigo donde estaré yo” (Jn 14 ,2-3). Eso clarifica nuestra fe y cómo servir al Señor: “Si habéis resucitado con Cristo buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios (Col 3,1).
La renovación del Concilio que hizo D. Antonio, como la que se nos pide hacer hoy para llevar el mundo a su plenitud en un renovado impulso de evangelización, supone siempre ese esfuerzo de fidelidad por ser buenos hijos de Dios. El laicado con su vocación y misión, la identidad sacerdotal, la misión de transmitir la fe y enseñar importa porque aspirar a la gloria es aceptar con Cristo la entrega al mundo por amor.
El Señor con concede para ello “los consuelos”, en palabras de San Agustín. Son fundamentalmente dos. El primero es vivir en esperanza. No es ninguna evasión, sino el motor e impulso mayor de caridad que nos proporciona una inmensa libertad. Si nos distraemos de la meta perdemos la orientación. Las estructuras pasarán y acabará la organización; pero si no miramos al cielo lo institucional pesa demasiado, una iglesia utópica donde entra la obsesión del éxito o el desánimo del fracaso, el orgullo intelectual, como repite constantemente el Papa Francisco. Sin el anhelo del cielo nos parece automático llegar a el y perdemos los “gemidos”, la tensión del amor. Ahora bien, lo más importante sigue siendo invisible, es la gracia, lo divino, lo cual nos hace prestar un humilde servicio, animados por la fe, la esperanza y el amor que rejuvenece a la Iglesia, como hizo con todas sus fuerzas D. Antonio y como debemos hacer nosotros hoy. “Esta fe rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene”, como dice San Ireneo (cf. AdHaer 3,24). El humilde servidor que busca el bien nunca puede perder la humilitas sacramentorum (Cf. S. Agustín, Confesiones), por la que se relativiza a si mismo y puede enfocar su misión en función de Dios y de su vocación.
El segundo consuelo es la communio sanctorum. En efecto, la Iglesia es promesa de la patria, vuelta al hogar (cf Filp 3,20), es ya una morada mientras que nos recuerda que nuestra familia está en el cielo: “Ya no sois extranjeros, sino conciudadanos dentro del pueblo de Dios, sois familia de Dios”. Esta profunda unión en el amor divino nos da la seguridad de seguir siempre unidos, de caminar juntos, de ayudarnos para amar en total fidelidad superando las tentaciones y engaños y no desertar de nuestra misión.
Como Iglesia, como peregrinos y con los consuelos de Dios, en la comunión de los santos y en esta morada, mirando al cielo, a Cristo triunfante que nos entrega su amor apasionado por la Iglesia que cada día se renueva a través de la conversión, unimos nuestras plegarias y presentamos agradecidos al Señor a D. Antonio Obispo, su fidelidad, su fe y su ministerio, que, amando a la Iglesia peregrina, la hizo avanzar hacia el encuentro con Dios, haciéndola más visible a los hombres como Morada de Dios.
Que Cristo, Obispo de nuestras almas, el Buen Pastor que le escogió y llamó le acoja para siempre en su festín eterno donde, con todos los Apóstoles, goce para siempre de su amor. Descanse en paz.