En un ambiente de amistad y gozo celebramos este domingo en la Catedral la Misa con nuestros hermanos inmigrantes. Tímidamente nos vamos acercando, todavía queda, a la Cuaresma, y la la liturgia, como es el caso por ejemplo de este domingo pasado, nos invita a la conversión profunda y sincera. Y a reflexionar sobre el mal, y la vida de la gracia de Cristo. Cuando vivimos mal, nuestra vida, que es coherente, que está bien hecha, que debe tender siempre al bien, al amor, a la justicia, a la paz verdadera… se frustra, se corrompe, se deshace, nos defrauda. Nos defrauda porque nos defraudamos a nosotros mismos, porque no hemos sido creados ni para el mal, ni para el egoísmo ni para la soberbia, que por mucho que esté también en tensión con nuestros buenos sentimientos y deseos, sin embargo nos arrastra hacia donde no debemos ir, hacia donde no quisiéramos ir, sobre todo cuando vemos las consecuencias. Este dilema en la vida exige a todo hombre tener que escoger.
Solamente en una sociedad relativista, que parece haber perdido el sentido del bien y del mal, que no sabe dónde está el norte, sin brújula que le conduzca, el hombre puede sentirse profundamente perdido y confuso. Sin embargo, algo en el corazón de los hombres dice siempre que el camino, por lo menos lo que él quiere para sí mismo, no es el odio ni el egoísmo, ni la dominación, ni la exclusión, sino la integración, el amor, el perdón y el bien. Y lo que queremos para nosotros lo tenemos que querer también para los demás. Pero si escuchamos al Señor, lo que Dios nos dice en nuestra conciencias, vemos claramente esa conversión necesaria en nuestra vida.
En el comienzo de su predicación Jesús así lo hace. También él dice que ha llegado el momento, que no podemos esperar más, es inminente: “convertíos”, e inmediatamente dice “y creed en el Evangelio”. Dios está en medio de vosotros, el Reino de Dios está en medio de vosotros, es decir Jesús mismo, que nos dice, “yo, el Señor, Dios hecho hombre, he venido a buscaros”. Y ahí el Señor no nos ofrece simplemente un camino de recuperación de la vida de cambio de actitudes, de obras, de manera de vivir. El Señor nos ofrece de manera positiva aquello que más anhela nuestro corazón. Es entrar en una relación de amistad que recupera la vida, entrar en una relación de gracia donde él, que es Dios, nos ofrece la posibilidad de vivir, y de cambiar, no como un moralismo que se contenta con decir lo que hay que hacer y lo que no, sino como el que sigue los anhelos de su corazón que tienden a un amor infinito, como el que puede saciar los anhelos más profundos de nuestro ser. Y de esa misma forma, para que no parezca que Jesús está invitando a algo teórico, inmediatamente llama a aquellos apóstoles y discípulos que le van a seguir. Les llama, según nos cuenta el Evangelio de San Marcos, de una manera muy escueta, porque lo que quiere mostrar es lo esencial: que la iniciativa viene de Dios, que él es el que llama, y el hombre, si es coherente, si es listo, si de verdad sabe buscar su propio bien, no puede dejar pasar ni un minuto. Entonces inmediatamente lo dejan todo y le siguen.
Nosotros muchas veces hemos identificado esta llamada de Jesús a los apóstoles como una llamada al ministerio sacerdotal. Es cierto que el Señor llama a algunos a este ministerio. Pero a todos nos llama de la misma manera y con la misma exigencia, y con la misma necesidad de responderle con prontitud, a seguirle como discípulos. No se puede ser cristiano sin ser discípulo de Jesús. Nuestra manera, quizás acostumbrada durante tanto tiempo, tradicional, de vivir nuestra fe, nos ha hecho perder hoy muchas veces esa importancia, esa relevancia del hecho de ser discípulos. Nos hemos conformado con creer en una fe doctrinal, con saber que Dios nos dice las verdades de Dios y de los hombres, de cómo vivir incluso la verdad moral, pero tan difícil a veces de seguirla si no existe esta relación directa, amistosa, amorosa, en la que uno encuentra la compensación de todos sus anhelos, el camino, la verdad y la vida, la recuperación de sus obras, una nueva forma de vivir.