Charles Péguy escribía en su Pórtico del misterio de la segunda virtud: “Una llama atravesará las tinieblas eternas”. Efectivamente “La fe que más me gusta, dice Dios, es la Esperanza”, escribe el autor francés. Si la fe es luz –afirma el papa francisco en su primera encíclica La luz de la fe, la Esperanza – nos lo recuerda en su nueva encíclica El evangelio de la alegría- es el destello de esa luz capaz de iluminar como un relámpago la tiniebla de la noche más oscura y permitir “ver” por un instante la meta y el camino. El Santo Padre sabe bien que nuestro mundo está ávido de razones para esperar, para
luchar, es mendigo de una alegría que no defraude.
No es casualidad que el tema de la luz esté tan presente en este tiempo previo a la
Navidad que ya comenzamos. Todos sabemos que esta fiesta no comenzó en la era
cristiana sino que ya los paganos celebraban el solsticio de invierno, el momento en
que los días empiezan a ser más largos, en que el sol comienza a vencer a la noche, la
luz a las tinieblas, la vida a la muerte. Por eso los cristianos celebramos en esta época
al auténtico Vencedor de las tinieblas, al verdadero Sol invictus. No es una mera
transposición. Es que la creación habla en sus ciclos del misterio del hombre, de quién
es, de su drama, su origen y su destino. Este tiempo estaba hecho para simbolizar la
Esperanza del ser humano. No estoy hablando del pálido optimismo, ese producto
crédulo e irracional de nuestro tiempo que hoy tantos mezclan con el noble término
de ilusión que en nuestra lengua española –como bien explica Julián Marías en su
Breve tratado sobre la ilusión- nada tiene que ver con los ilusos. Me refiero a la
confianza en que, a pesar de todo, las cosas irán mejor no sólo porque sí, sino porque
Quien lo garantiza es digno de crédito y su actuación en nuestro beneficio es patente,
al menos para las personas que se saben mirar bien, más allá de la apariencia.
Contra lo que podría parecer al mundo ateo, la Esperanza no consuela mediante el
falaz mecanismo de cerrar los ojos a la realidad, sino que abre la percepción a su
totalidad. A esta virtud no se le escapa lo mucho que se sufre, ni se le escapa en un
ápice la herida honda que es la vida. Pero sabe que eso no es todo. Hay más. La vida es
más. No sólo en el más allá sino también aquí en la tierra.
Por ella es por lo que no desesperamos —tentación a la que nos enfrentamos más de
lo que quisiéramos. Y es que lo fácil, lo obvio, es desesperar. No tiene ningún mérito
saber que estamos en un mundo más bien triste. Pero esperar que suceda algo nuevo,
levantarse una y otra vez sostenidos por un misterioso elans vital que parece
atravesar el universo, eso sólo lo puede hacer la Gracia y sólo puede ser un regalo.
¿Qué es la Gracia? ¿Cómo lo soportaste? Le pregunta a su madre el protagonista de El
árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), madre que perdiendo a su hijo continuó
amando, en medio del dolor y más allá de él. Tiene que haber algo –la Gracia- que
provoque la humilde llama que alumbra la oscuridad que habitamos, -la Esperanza-
que “vacilante al soplo del pecado, temblorosa a todos los vientos”, no obstante es
“una llama inextinguible, inextinguible al soplo de la muerte” que atraviesa los
mundos y los tiempos, dice Péguy.
Esta Esperanza –ha dicho recientemente el papa Francisco- no es un sentimiento
etéreo, tiene rostro, es Jesús en persona, es su fuerza de liberar y volver a hacer nueva
cada vida. El Evangelio es alegría porque es Jesús mismo quien llena el corazón de
quienes se dejan amar por El. Su misericordia eleva, su amplitud nos saca del
individualismo, su mirada es luz de verdad, fuerza contra la injusticia; un señorío sin
mundanidad que nos llama a ser protagonistas de la historia sin narcisismo. Porque El
vive ningún esfuerzo se pierde y no cabe el desaliento.
Por eso los católicos celebramos cada año la Navidad preparándonos con un tiempo
de esperanza que llamamos Adviento, no una simple espera sino un momento especial
para volver a creer que Dios no ha desesperado de la historia humana sino que viendo
la dureza del corazón humano que se aleja de El y del otro (ésa es la raíz de todas las
crisis que pasamos los hombres) se ha metido hasta el fondo en el barro de nuestras
luchas y fatigas hasta el punto de confundirse con uno más de entre nosotros,
cargando con nosotros el destino de la historia. Llevándola con nosotros hacia su
destino definitivo, gritando en medio de la tormenta –no desde fuera de ella- que nada
está perdido. Nunca es más fría y oscura la noche como antes de que amanezca.
¿Quién diría entonces que esa tímida luz que vislumbra en el horizonte llegará a
iluminarlo todo, a hacerlo todo nuevo?