Mañana delebramos el Día de Todos los Santos. Los santos son nuestros intercesores ante Dios y nos motivan para asumir también nosotros el anhelo de santidad, de modo que participemos un día en esta gloria de Dios, que ha de ser la meta máxima de nuestra vida. Nos dice san Juan: “Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1Jn 3,2). Por eso celebramos con gozo esta Fiesta de Todos los Santos, uniéndonos a ellos para alabar a Dios y renovar la esperanza de gozar un día con ellos y como ellos la visión eterna de Dios.
Al día siguiente, nos unimos en oración por Todos los Fieles Difuntos, familiares, amigos y difuntos del mundo entero y que no nos consta si están en el cielo; pero acudimos a la misericordia divina pidiendo que si ellos al morir se han unido a la muerte de Cristo, ahora se unan a su resurrección. Es normal que nos duela la muerte de los seres queridos, especialmente si ha sido reciente, pero los seguimos entregando a Dios, pidiéndole que ellos gocen ahora de su presencia. Con la celebración de estas fiestas, vivimos la verdad que Dios nos ha manifestado, y la verdad nos hace realistas, es decir, comprender con realismo la vida y vivirla con esperanza. Somos ciudadanos del cielo. Cristo nos ha dado el mejor equipaje para caminar por la vida, que es la esperanza. Con ella avanzamos hacia la meta y superamos los obstáculos porque somos peregrinos aquí pero con un destino glorioso que nos hace luchadores por un amor que es eterno. El Señor, que es Camino, Verdad y Vida, nos acompaña ya como hermano y amigo en esta vida y nos recibirá como Rey glorioso para hacernos eternamente felices, si hemos sido fieles en las pruebas, después de la muerte.
¡Que importante es vivir con sentido cristiano estas fiestas en un mundo como el nuestro tan herido y desesperanzado! La ausencia de Dios hace al hombre desgraciado porque se encuentra perdido en la existencia y sin más recompensa que el placer inmediato o el lucro instantáneo, un naufrago que ha de abrazarse a cualquier tabla de salvación, por efímera que sea; quien responde tan sólo al «sálvese quien pueda» difícilmente sirve a los demás. Nuestra experiencia con Cristo, el Señor Jesus que ha resucitado, es la de hermanos, hijos del Padre Dios, que podemos entregar gozosamente la vida por los demás y por hacer un mundo más justo y solidario, precisamente porque no somos huérfanos, ni estamos perdidos. Conocemos el Reino de Dios que está ya presente en el mundo y aspirar a su gloria nos hace vivir como lo hizo el Señor, dando la vida por amor. La revolución del amor ha entrado en el mundo de la mano de la esperanza y la fe es su motor. Sólo Dios nos libra de los ídolos que nos hacen esclavos, de la superstición, de la magia, de los duendes y los demonios. No nos asusta la muerte, pero tampoco nos seducen los muertos, ni nos consuela nada su trivializacción pagana que sólo añade más desesperación y confusión.
Nos anima mucho, sin embargo, celebrar a los santos, el triunfo auténtico de los vivos, la recompensa de los justos, que llena nuestro corazón de la belleza y de la alegría de Dios.
Al celebrar a Todos los Fieles Difuntos, también ofrecemos a Dios lo que nos queda de vida, para realizarla según Dios, y nos preparamos a nuestra propia muerte, sabiendo que al final de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor, no sólo manifestado de palabra o en nuestras devociones sino en nuestras buenas obras.