Este fin de semana celebrábamos la solemnidad de la Exaltación de la Santa Cruz. Ayer mismo en la liturgia recordábamos a María Dolorosa a los pies del Crucificado. Estando nuestra catedral dedicada a aquella solemnidad, nos permitimos seguir reflexionando sobre la Cruz de Cristo. Hoy dibujamos el origen histórico que según la tradición tiene la fiesta.
Ésta recuerda la veneración a las reliquias de la cruz de Cristo en Jerusalén, la Vera Cruz, tras ser recuperada de manos de los persas por el emperador Heráclito. Según manifiesta la historia, al recuperar el precioso madero, el emperador quiso cargar con la cruz, como había hecho Cristo a través de la ciudad, pero tan pronto puso el madero al hombro e intentó entrar a un recinto sagrado, no pudo hacerlo y quedó paralizado. El patriarca Zacarías que iba a su lado le indicó que todo aquel esplendor imperial iba en desacuerdo con el aspecto humilde y doloroso de Cristo cuando iba cargando la cruz por las calles de Jerusalén. Entonces el emperador se despojó de su atuendo imperial, y con simples vestiduras, avanzó sin dificultad seguido por todo el pueblo hasta dejar la cruz en el sitio donde antes era venerada. Los fragmentos de la santa Cruz se encontraban en el cofre de plata dentro del cual se los habían llevado los persas, y cuando el patriarca y los clérigos abrieron el cofre, todos los fieles veneraron las reliquias con mucho fervor, incluso, su produjeron muchos milagros.
Acerquémonos nosotros hoy con esa misma humildad al Señor que nos ha redimido en la Cruz, y la ha convertido en nuestra insignia para que marque nuestros corazones con los sentimientos de Cristo quien, «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2, 6.7).