Cristo vive para siempre y está realmente presente con toda su persona y su vida, con todo su misterio y con todo su amor redentor, en el pan y en el vino de la Eucaristía.  No podemos ocultar ni silenciar al que es el Hijo de Dios venido en carne, luz, camino, verdad, vida, reconciliación, paz, salvación para todos, alivio y descanso para quien acude a Él. Celebrar la presencia real del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, adorar al Santísimo sacramento del Altar, en el que está real y verdaderamente presente Cristo vivo, el Amor de los amores entregado por nosotros, nos debe hacer testigos coherentes para mostrarlo también en nuestra sociedad, en nuestras relaciones, criterios y trabajos.

Celebrar nos lleva, pues, al verdadero culto en espíritu y en verdad, que es el que agrada a Dios, el que el mismo Cristo ofreció al Padre: el de su vida entregada por amor y en servicio de los hombres.  La adoración verdadera es inseparable de la caridad y del amor fraterno, de la entrega y del servicio, la solidaridad con los pobres y afligidos, la donación gratuita de cuanto somos y tenemos a los que nos necesiten. Si comulgamos con Cristo también hemos de compartir la vida.

Las obras de caridad, compartir el pan nuestro de cada día, son exigencia del sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. La celebración de la Eucaristía con esplendor reclama, por ello, superar tanto los egoísmos, como encerrarse en la propia carne, o romper la comunión y la paz, destruir la unidad, pasar de largo de los necesitados, sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, se encuentran enfermos, están amenazados en sus vidas –aunque sea no nacida–,vagan sin sentido o sienten conculcada su dignidad. Se reconoce a Jesucristo en los pobres (cf. Mt. 25), los humillados, los sin techo, los tristes y desconsolados.

De aquí nace el imperativo evangélico de la Caridad, que se transforma en solidaridad comprometida. Celebrar la entrega desinteresada de Jesús de Nazaret -su cuerpo entregado, su sangre derramada- nos hace volver la mirada hacia tantas víctimas de un modelo social y económico radicalmente injusto que sigue condenando a millones arrastrar la cruz de la miseria y el desprecio.

«El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la humanidad tiene una gran necesidad de aprovechar la salvación que nos ha traído Cristo.

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