Todos estamos de acuerdo en que un cuerpo sin alma es un cadáver. Por definición alma (anima) -que viene del latín animus- es aquello que alienta, que anima la vida. La tierra gaditana tiene alma y lejos de estar muerta está bien viva. Esa alma se toca, se huele, se oye, se deja ver en la Semana Santa. El alma es el lugar del hombre donde se guarda la memoria. Un mundo desarraigado de sus tradiciones está llamado a olvidar su identidad. No por casualidad lo mejor de cada casa son los abuelos y los niños. Unos nos hablan de esperanza, de ilusión, de futuro; los otros nos recuerdan lo esencial, lo que pasa y lo que permanece; aquello sobre lo que se puede construir la vida y también lo que hay que superar sin mirar más hacia atrás.
El alma de un pueblo no siempre se ve. Es lo que tienen las cosas importantes; como los cimientos de una casa, como el esfuerzo de tantos padres y madres de familia, como la ternura cotidiana de tanta gente buena. No se ven pero sostienen el mundo. En ese entramado de relaciones en que consiste nuestra cultura una fuerza, invisible pero poderosa, nos mueve hacia la comunión. Hay mucho bien escondido, hay mucho más amor del que parece. Hay mucha más fe de la que nos quieren hacer creer. Porque el alma es tímida, recela de las portadas y huye de los aplausos. Y sin embargo se desata en cantos llenos de sentimiento -y de dolor- que atraviesan el aire hasta clavarse en los corazones, no por casualidad las llaman saetas; y en gritos y aplausos; y en lágrimas; y en silencios; y en muchas otras cosas imposibles de definir. Porque el alma sale, como las florecillas, al calor del Sol de primavera. Humilde y discreta -o vigorosa y apasionada- ante la llamada del que la hizo. Porque el alma –también la del pueblo- es una flecha lanzada hacia el Infinito, un grito que clama, una nostalgia de lo Absoluto, una herida que cuanto más ama más se abre porque cada amor bueno le habla de un Amor del que procede y para la que está hecha desde su origen. Y aquí radica la grandeza del alma de cada hombre y de cada pueblo: en la constatación reiterativa de que ninguna cosa creada puede satisfacerla. A esta tremenda experiencia de religación con lo Inalcanzable la llamamos religión. Y en esta sublime expresión del espíritu humano se encuentra el alma, la memoria, la identidad, lo mejor de un pueblo.
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que han palpado nuestras manos, acerca del Verbo de vida (pues la Vida se ha manifestado, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, os lo proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros y estéis en comunión verdadera con el Padre y con su Hijo Jesucristo(1Jn 1, 1-3)En cada procesión, en cada imagen, en los oficios divinos de la Sagrada Liturgia, en la solidaridad y la fraternidad que se vive debajo de cada paso o en la hilera de sus penitentes, los hombres y mujeres buscan, se agolpan para ver y tocar –también hoy- al Verbo de la Vida ¡Porque la Vida se ha manifestado! afirma el apóstol Juan, el mismo que al pie de la Cruz vio al Dios-Amor dejarse la vida por nosotros.
La Vida se ha manifestado y hoy sigue haciéndolo para atraernos de nuevo hacia Sí; para llenarde Vida auténtica, eterna, nuestras vidas gastadas; para levantar nuestras miradas hacia el cielo y ponernos manos a la obra en la construcción de nuestra tierra, de nuestro pueblo. Cristo Resucitado, también hoy, infunde su Espíritu sobre los que creen en El para que ya no sean sólo tierra y barro sino auténticos vivientes, protagonistas de su propio destino, un destino eterno.Porque nuestro mundo, cada uno de nosotros, nuestras familias, deseos y tristezas, son suyos. Profundamente suyos.